El primer idolo



El primer ídolo (2014)

El mío por Gradisco no fue amor a primera vista. La obsesión por todo lo que tenía que ver con su vida, no se apoderó de mis pensamientos sino hasta los días anteriores a su undécima carrera. El clásico “José Antonio Páez”, primer peldaño hacia la Triple Corona, el domingo 8 de mayo de 1960 en la pista del hipódromo La Rinconada. Aunque para ser fiel a la verdad, me detuve en Gradisco porque sería conducido por Gustavo Ávila. Poderosa razón para suponer que podría llegar primero a la meta que sus cinco rivales.
El recorrido de la prueba era de mil 600 metros y Gradisco partió en la retaguardia del pequeño pelotón. Fue una estratagema de Ávila, entretanto Lanzeta y Riesgo se disputaban la punta cuerpo a cuerpo durante el primer trecho. Próximos los cinco caballos a la última curva, Gradisco comenzó a desplazar uno a uno a sus oponentes. Al girar en el codo ya se hallaba delante de todos y no hubo forma de alcanzarlo hasta cruzar la raya final.
Gradisco ganó con cinco cuerpos y medio de ventaja. El trayecto lo completó en 102 segundos y dos quintos. El hipódromo se encontraba en estado de estupefacción. La leyenda había comenzado. El mundo se rindió finalmente ante él y no fui yo la excepción.
A partir de entonces me puse al corriente de todo lo que había ocurrido hasta esa fecha y de todo lo que pasaba a su alrededor. Me decepcionaba que no corriera todos los fines de semana, pero me reanimaba al leer las líneas que cada vez más le dedicaban en las secciones hípicas, y al ver las fotos con que las revistas especializadas adornaban sus portadas.
Soñaba con los clásicos que podía ganar, y a mis compañeros de tercer grado en la escuela Gran Colombia, les preguntaba si habían escuchado su nombre. Más de una vez en el salón de clases dejé de atender lo que decía la maestra por estar pensando en él, e imaginaba que estaba sobre su lomo mientras brincaba por toda la casa. Me había enamorado de un caballo.


Antes que Gradisco se apropiara de mi imaginario, los caballos ya me habían cautivado. Desde muy temprana edad. A los siete, a los ocho años. Los sábados por la noche, o los domingos a la hora límite del sellado, Manuel Acosta solía darme el programa de las carreras para que escogiera a los posibles ganadores del 5 y 6. La selección no tenía que ver con los tiempos de los caballos en los traqueos, ni con las recomendaciones de los expertos. Los elegía por la sonoridad del nombre, y si el caballo era blanco, no podía perder. Después mi padre me concedía el privilegio de rellenar el formulario con mi puño y letra. Invariablemente, era un cuadro de cuatro bolívares, la mínima apuesta. Nunca acerté. Ni con cinco ni con seis ganadores.
Mi tío Félix Humberto Gutiérrez  también contribuyó con mi precoz entusiasmo equino. Nunca supe que desvelaba más al  hermano menor de Esperanza, mi madre. Si su actuación en radio y televisión, o el mundo del juego y las apuestas. Estaba más enterado que mi padre. A Félix Humberto le debo todo lo que aprendí sobre la importancia que tiene, en el desempeño del caballo, su  origen. Quiénes fueron su padre y su madre. Me juró, que los purasangres árabes e ingleses eran los más veloces sobre la Tierra. También que en toda La Rinconada no existía un jinete más diestro y sagaz que Gustavo Ávila. Nunca pretendió contagiarme con su locura por el azar, pero cómo echo de menos aquellas tertulias con Félix Humberto sobre lo humano y lo divino.
Los suplementos y las películas de vaqueros, y los libros de Historia, terminaron de acentuar el fervor. Recitaba de memoria el apodo de sus cabalgaduras. Plata era el caballo del Llanero Solitario, y Pinto el de su inseparable amigo Toro. Tigre se llamaba el de Roy Rogers y Nevado el de Gene Autry. Supe que el corcel sobre el que Alejandro Magno conquistó Macedonia fue Bucéfalo, y que El Cid Campeador peleó en España contra los moros encima Babieca. Supe, que donde pisaba el caballo de Atila no volvía a crecer la hierba, y que sobre Rocinante, Don Quijote de La Mancha emprendió sus aventuras caballerescas.
Sin embargo, nada consiguió estimular mis fábulas como el caballo blanco de Simón Bolívar: Palomo. Ejercicio fantasioso materializado en las pinturas de Arturo Michelena y de Tovar y Tovar. Muestran a Bolívar en su andar libertador por los caminos de Sudamérica, encaramado en un Palomo que los artistas presentan tan imponente como a su dueño.
Mis trazos no tenían la perfección de las líneas de Michelena y de Tovar y Tovar, pero colmé con caballos un cuaderno de dibujo, desde la primera hasta la última hoja. De todo tipo: blancos, negros, marrones claros, marrones oscuros, zainos, rojizos, alazanes, marrones con blanco, blanco con negro, grises, tordillos. No sé cómo no tuve la visión de preservarlo. La caballomanía alcanzó su pico más elevado cuando empecé a recortar las fotos que aparecían en periódicos y revistas. Las que ilustraban la fachada de la Gaceta Hípica eran las favoritas. Eran a color. Reforzaba el papel con cinta adhesiva y organizaba carreras en el suelo.
Nunca tuve la oportunidad de acercarme a un caballo, tanto como para acariciarlo. Solo una vez estuve en La Rinconada, y porque Félix Humberto me convención de que un sábado o un domingo en el hipódromo, podía ser más emocionante que un juego en el estadio Universitario entre Caracas y Magallanes.


Gradisco nació en 1959 en el haras San Pablo, aledaño a la población de Turmero en el estado Aragua. Era un potro zaino, castaño o marrón oscuro, con partes en las que prevalecía el negro. Una estrella blanca entre los ojos lo distinguió de los de su mismo pelaje. Habitualmente su peso se mantuvo en los 452 kilogramos. Su padre era Shaw Ring y su madre Gradara. Él de origen estadounidense, ella italiana. Allegados al mundo de la hípica que conocí tiempo después, contaron que Gradisco no era tan aristocrático como Hypocrite y su descendencia. Pero ellos que tuvieron la dicha de verlo en acción, también contaron que por su docilidad  se ganó el aprecio de todos. Aunque nada similar al goce de verlo correr. Con la cabeza inclinada, levantando y estirando sus manos delanteras, para luego dejarlas caer con fuerza.
“Desde el primer momento que lo tuve en mi poder, presentí que en mi caballeriza tenía alojado a un auténtico crack”, contaba Leopoldo Márquez, el único entrenador que tuvo Gradisco. “No me equivoqué”.
En julio de 1959, Gradisco se estrenó con una victoria en 800 metros ante Tunapuy, Tachirense, Cosmos e Implacable. Lo guió Manuel Camacaro, quien lo montó en doce de las 18 pruebas en las que participó.
Gradisco subió al podio más alto de la segunda carrera válida por la Triple Corona, al dominar en septiembre de 1960 el clásico “Ministerio de Agricultura y Cría”. Se presentó a la prueba en la esplendorosa condición que debe ostentar un purasangre que pretenda erigirse como el campeón indiscutible de su generación. En dos de sus cuatro carreras anteriores había establecido records de velocidad en los mil 300 y los mil 400 metros. Y en tres de ellas venció a caballos importados para quienes entonces estaba reservada la primera división del hipismo nacional.
Controló al pequeño grupo durante los dos mil metros del recorrido, pero al final debió soportar los embates de Implacable que concluyó a menos de tres metros. La carrera estuvo cerca de un desastre. Cuando Gradisco pasó de largo sobre la última curva, Camacaro supo que algo no andaba bien en su caballo. Al tratar de hacerlo correr para resistir la arremetida, no respondió como esperaba. Tenía una molestia en la mano superior derecha. Las tres semanas que faltaban para el “República de Venezuela” eran tiempo suficiente para que se restableciera.
La Triple Corona era solo para caballos de tres años nacidos en el país, una manera de resarcir su ausencia del “Simón Bolívar”, el clásico más importante de la temporada, exclusivo para los caballos extranjeros e invitados internacionales. Aunque el 25 de septiembre, ante la posibilidad de que Gradisco se convirtiera en el primer triple coronado de la historia, La Rinconada con sus mejores galas se atiborró de aficionados desde las primeras horas de la tarde. No querían perder un solo detalle de los 2.400 metros del último escalón hacia la fama eterna.
Gradisco salió del aparato de partida como una exhalación. Desde la primera curva dejó atrás a  los otros siete caballos. Recordando lo ocurrido en el “Ministerio de Agricultura y Cría”, y que había 400 metros más que transitar, Camacaro intentó contenerlo. El esfuerzo fue en vano. La cercanía de los rivales parecía estimular a Gradisco a dejarlos a tras a como diera lugar. El público no daba crédito a lo que pasaba en el óvalo y éste seguía acelerando el ritmo. El hipódromo se estremeció. Al cruzar la meta con cuatro cuerpos y medio sobre su inmediato perseguidor, todo el mundo estaba de pie. 154 segundos necesitó para recorrer la distancia del “República de Venezuela. Gradisco era el primer triplecoronado e invicto en diecisiete presentaciones. Dos acontecimientos inéditos.
Sin embargo, semejante esfuerzo tuvo consecuencias nefastas. Una radiografía confirmó que Gradisco tenía una fisura en la mano superior derecha. Le fue colocado un yeso y confinado al haras San Pablo para su recuperación. Los rumores se esparcieron más allá de los establos de La Rinconada. Que no volvería a correr. Que iría a la reproducción. Que sus dueños estaban divididos entre la opción de retirarlo imbatible y la disyuntiva de prolongar la racha.  Privó esta última.Tardaría diez meses y diez días en regresar a la pista.


Las carreras de caballos no dan tregua al sosiego del espectador. La brevedad del recorrido obliga a contener la respiración, entretanto la ansiedad se apodera de las neuronas. Y esa contracción que deja adoloridos los músculos de la cara y el cuello, según lo que esté en juego, no siempre es un estado de ánimo que recoge la recompensa del éxtasis por el  triunfo del preferido.
No encontraba cómo controlar la impaciencia frente al televisor esa tarde del sábado 5 de agosto de 1961. Gradisco retornaba. ¿En qué condiciones se hallaba? ¿Sería capaz de prolongar su imbatibilidad? Preguntas que solo conseguían aumentar la angustia que tomó por asalto mi habitual serenidad. El escenario escogido para la vuelta de Gradisco no podía ser más temerario: el clásico “Fuerzas Armadas de Cooperación”.
En el paddock, Manuel Camacaro lucía la etiqueta de la ocasión. Las botas negras hasta las rodillas, destellaban. El pantalón blanco, sin una arruga. El blanco de la camisa en perfecto contraste con el verde claro de las mangas y la gorra, colores del propietario del caballo, el stud Rey-Gan. Gradisco estaba en armonía con su jockey. El marrón oscuro del pelaje proyectaba un brillo sin igual expuesto al sol de la tarde y la majestad de su porte estaba intacta. Un par de vendas cubrían sus manos delanteras, ofreciendo un extraño contraste con su imagen acostumbrada, aunque grato a la vista.
-No lo apures. Deja que corra si quiere correr. Si puede correr, sugirió el entrenador Leopoldo Márquez.
-Sí jefe, asintió Camacaro.
El lamento de la trompeta del juez de pista anunció la salida de los competidores y todos los presentes dejaron lo que hacían para vigilar la ceremonia. Con el número 9 en la silla de montar, Gradisco fue el último en emprender el desfile tradicional  hacia el punto de partida. Le antecedían Tunapuy, Lanzeta, Hy Dor, Evohé, Suata, Nagasaki, Guanabara y Ganadero. Cuando el séquito pasó frente a la tribuna principal, Camacaro detuvo el trote parsimonioso del potro. La multitud se elevó para darle la bienvenida al consentido de la casa.
Camacaro siguió las instrucciones del entrenador. Pero sobre todo lo que aconsejaba la experiencia acumulada, y el conocimiento que como nadie, tenía de la conducta de Gradisco en la cancha. Al abrirse la puerta del aparato de salida, permitió que se colocara entre el pelotón. Solo que de inmediato supo que todo aliento era inútil. El empuje de Gradisco fue declinando hasta quedar rezagado por completo. La mano derecha delantera había colapsado. Camacaro aflojó las riendas y permitió que caminara los últimos trescientos metros. El público volvió a levantarse de sus asientos para brindarle la ovación que no guardó para el ganador Ganadero.
Por algún motivo al que no le he conseguido explicación, el interés por el hipismo se fue deslizando hacia los predios del béisbol hasta languidecer por completo. Cerca estuve de reincidir en 1973 cuando la célebre y codiciada triple corona estadounidense fue conquistada por Secretariat, el portentoso alazán rojo luminoso con tres manos blancas, un grueso cuello y estampa de corcel medieval. Fue un entusiasmo efímero.
Los peloteros le habían robado mi corazón a los caballos. Menos a Gradisco que alcanzó el privilegio eterno de haber sido mi primer ídolo.

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