El encanto de las barajitas (1993)
Fue como la primera
novia. Inolvidable.
Esa tarde en el salón
de clases, Mauricio Blanco aprovechó la salida inesperada de la maestra Irma
Román, para extraer del bulto un promontorio de barajitas. Serían unas veinte.
Una de ellas, fue la primera barajita de peloteros que tuve entre mis manos.
Ya contaba con alguna
experiencia en la materia. Había coleccionado todos los cromos de un album de
Simón Bolívar, otro con los aviones que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, y uno
más con los animales salvajes que habitan en África. Pero estas eran
diferentes. Sólidas, de cartón. Y despedían un agradable olor a chicle bomba.
-Ese es Bill
Mazeroski, dijo Mauricio al darme la tarjeta.
-Umm.
-El que dio el jonrón
contra los Yanquis en la Serie Mundial.
Fue la primera vez que
escuché ese nombre, Serie Mundial. Pero más que su cuadrangular para ganar el
séptimo juego 10 a
9 y la serie para los Piratas, lo que más llamó mi atención fue la bola de
tabaco que brotaba del cachete izquierdo de Mazeroski.
No lo percibí en ese
momento, pero fue esa mi jornada bautismal como coleccionista de barajitas de
jugadores de béisbol. Con altas y bajas en mi voluntad para reunirlas, nunca
más escapé a su encanto. Mucho menos a la fascinación por el juego.
En menos de un año,
Ivanosky consiguió llenar sus albumes con más de mil barajitas de béisbol,
destacando en la colección una sección con cada uno de los grandes ligas
venezolanos: desde Oswaldo Guillén y Omar Vizquel, pasando por David Concepción
y Antonio Armas, hasta Oscar Azócar con el uniforme de los Yanquis de Nueva
York y los Padres de San Diego.
Más o menos al mismo
tiempo, Cristóbal Ernesto aumentaba su serie con tarjetas de todas las marcas
existentes en el mercado. Desde la tradicional Topps, hasta esa obra de arte
que resulta cualquiera de las muestras de la Upper Deck. También tiene
predilección por los peloteros criollos. Especialmente por Andrés Galarraga.
Ivanosky y Cristóbal
Ernesto tienen respectivamente 12 y 10 años de edad, y forman parte de una
legión de coleccionistas que ha emergido a partir de 1990, cuando las casas
fabricantes de barajitas regresaron con regularidad a las tiendas locales,
luego de una prolongada ausencia de más de dos décadas. Solo que ahora
volvieron con más vigor. Entonces, sus padres podían adquirir un paquete con
cuatro piezas y el chicle bomba de regalo, por menos de un bolívar.
“Hubo un momento en
que llegué a gastar hasta 300 bolívares diarios en barajitas”, cuenta Iván
Aponte, papá de Ivanosky y uno de los fotógrafos deportivos de El Nacional. “Un
solo paquete puede valer entre 100 y 120 bolívares. Lo hago por él y por mí
también. Siempre me han gustado las barajitas. Es más, hace poco en el
Universitario, llegué a pagar mil bolívares por una de Luis Aparicio”.
“Tenemos dos años
comprando barajitas, pero en este momento estamos esperando que salgan las de 1993” , confiesa Cristóbal
Guerra, el papá de Cristóbal Ernesto, y veterano periodista de la sección de
deportes de este diario. “Ya tenemos más de mil, pero aunque me gusta mucho
compartir con Cristóbal Ernesto, no sé, ya no es como antes. Los niños de ahora
tienen muchas alternativas para divertirse. Por eso creo, que para mi
generación, las barajitas fueron más importantes. Ya no tienen aquella magia a
pesar de ser tan bonitas”.
El arte de coleccionarlas
como se entiende hoy en día, se remonta a 1948 cuando la firma Bowman sacó una
edición de 48 barajitas. Pero fue la
Topps la que realmente cautivó a los aficionados del béisbol
de las grandes ligas, a partir de 1951 con su primer set de 104 píezas. Entre
ellas destacaba la del venezolano Alfonso Carrasquel, para la época el
shortstop de los Medias Blancas de Chicago y uno de los más sobresalientes en la Liga Americana.
Según el catálogo del
mes de abril de Beckett, casa editorial que se ha convertido en una suerte de
Biblia y guía para los cultores del hobby, y donde aparecen los precios
estimados de cada colección para ese momento, la Topps 1952 de Mickey Mantle
tiene un valor de 32 mil dólares. Mientras,
toda la edición estaba en el orden de los 56 mil dólares.
Por alguna extraña
razón que nadie es capaz de explicar de manera clara y convincente, las
barajitas de Mantle han sido las más populares y las más costosas. Las siete
primeras del jonronero de los Yanquis de Nueva York, sin contar los tirajes de 1954
y 1955 donde no apareció, tienen un precio global de 40.065 dólares y cada una
es la más valiosa en su respectiva colección.
“Nunca llegué a
imaginar que mis barajitas costaran tanto dinero”, dijo Mantle en una ocasión.
“Ahora, no sé cuál puede ser el motivo. Una vez en una subasta, una barajita
con mi esfigie subió de 4 mil a 9 mil dólares en cuestión de minutos. Todavía
no logro entender cómo alguien puede pagar tanto dinero por ellas”.
Aparte de la tarjeta
de su año de novato, las más onerosas de Mantle han coincidido con las
temporadas en que fue elegido jugador Más Valioso de la Liga Americana : 1956, 1957 y
1962. Asimismo la de 1961, cuando Mantle y su compañero Roger Maris, salieron en
busca del récord de 60 jonrones de Babe Ruth para una sola campaña. Maris ganó
la carrera 61 a
54, pero la cifra de Mantle fue la más elevada para él en sus dieciocho años en
las grandes ligas. Otra excusa que pudiera explicar la preferencia del público.
Su Topps
correspondiente a 1956, cuando Mantle ganó la triple corona de bateo con 52
jonrones, 130 carreras empujadas y promedio de .353, vale mil 200 dólares. La
de 1957 está tasada mil 100. Ese año pegó 34 cuadrangulares, impulsó 94
anotaciones, y tuvo su tope en bateo con .365, solo aventajado esa campaña por
el .388 de Ted Williams.
En 1962, la Topps de Mantle ascendió a
525 dólares detrás de una actuación en
la que sobresalieron su promedio de .321
en bateo, 89 impulsadas y 30 jonrones, en tan solo 377 turnos al bate.
Alguien le sugirió una
vez, que tal vez el éxito de sus barajitas estaba en la pose que adoptaba a la
hora de posar para la foto que las ilustra. “Nunca posé para ninguna barajita”,
aseguró Mantle.
Entre los venezolanos
las barajitas que han logrado encumbrar más su precio están las del shortstop
Luis Aparicio, único venezolano en el Salón de la Fama. Su primera Topps
data de 1956 y ha sido apreciada en 150 dólares. También es la más cara de toda
su colección particular cuyo ciclo llegó a su fin en la publicación de 1974. En
ese lapso salieron a la luz 26 muestras de Aparicio, hoy estimadas en su
conjunto en 540 dólares.
Sin embargo, las de
Mickey Mantle o de Luis Aparicio de Topps, y en realidad cualquier barajita,
pudieran perder parte y hasta todo su valor mínimo original, si no llena
ciertos requisitos. El primero de ellos, que se encuentre en perfecto estado.
¿Qué se entiende por
perfecto estado?
Aplique el adjetivo
en toda su extensión. Esquinas en ángulo recto, fotografía nítida y encuadrada
en el rectángulo, color brillante, lados bien definidos. Digamos, que tal cual
como salió de su envoltorio. Cualquier anormalidad, o imperfección, disminuiría
considerablemente su valor.
Una tarde de febrero
de 1991 en Miami, entramos a una tienda especializada donde se exhibía la
primera barajita Topps de Nolan Ryan, el rey del ponche en las ligas mayores.
Correspondía a la colección de 1968. Estaba marcada en 1550 dólares en el
catálogo de Beckett, pero aquella costaba apenas 700 porque una de sus puntas
había sido cortada con una tijera.
Ah, tal vez la más
importante de todas. No vaya a creer que el precio de su barajita se elevará a
la estratosfera si está acompañada por el autógrafo de puño y letra del
pelotero. Todo lo contrario. Pudiera no valer nada. Simplemente porque en la
mayoría de los casos, no hay manera de comprobar que la firma es auténtica.
Hay otros factores
determinantes. Por ejemplo, que el pelotero esté en el Salón de la Fama , o que eventualmente
pueda llegar a Cooperstown. Otros decisivos pudieran ser el lugar del equipo al
cual pertenece. Una barajita del jonronero Mike Schmidt quizás no valga tanto
en Los Ángeles como en Filadelfia, sede de los Filis, el conjunto para el que Schmidt
defiende la tercera base.
Asimismo está
comprobado que los bateadores ejercen más atracción entre los devotos, que los
lanzadores y que aquellos jugadores básicamente defensivo. Obviamente, en
sentido general. Las barajitas del pitcher Tom Seaver podrán competir de tú a
tú con las del toletero Reggie Jackson. De la misma forma, los errores
incrementan el costo, si aparece la tarjeta corregida. Lew Burdette, un
lanzador derecho de los Bravos de Milwaukee que alcanzaron el banderín de la Nacional en 1957 y 1958,
apareció como zurdo en la Topps
de 1959, por posar con con un guante en su mano derecha. Tiene un valor orginal
de 7 dólares. La enmendada fue vendida en 50.
Sin embargo, hay otro
tipo de errores que le conceden un valor adicional. En 1982, la
Fleer para conmemorar
el juego perfecto de Len Barker contra los Azulejos de Toronto en 1981, muestra
al pitcher de los Indios de Cleveland con el catcher que recibió sus envíos.
Pero no es Ron Hassey. Quien aparece es el receptor venezolano Baudilio Díaz.
El dislate nunca fue corregido.
Las barajitas del año
de novato del pelotero, tienden a costar más que cualquiera de las otras que
sigan en sucesión. Allí está la
Topps 1952 de Mickey Mantle como referencia. La de Pete Rose,
una Topps 1963, vale 925 dólares. La de Tom Seaver Topps 1967, subió de 825 a 1400 dólares, cuando el
año pasado el lanzador entró al Salón de la Fama.
Pero no se trata de
valores absolutos. Los expertos recomiendan no pagar más de 60 dólares por una
barajita con no más de cuatro años, porque tal vez a largo plazo, el pelotero
no cumpla con las expectativas creadas a su alrededor. Allí está el caso de Bo
Jackson. El toletero de los Reales de Kansas City engalanó la portada del
número de junio de la revista Beckett. Era en ese instante la gran promesa de
las mayores y de los coleccionistas. Se rompió una cadera y perdió toda la
campaña de 1992, y por lo que hemos visto en la presente, nada sugiere que
recuperará su antigua forma de super estrella.
Y no olvide entender
el juego de la oferta y la demanda. Usted tiene el derecho a pagar más o menos
por esa pieza que le entusiasme. Por el motivo que sea. Pero nunca será lo
mismo, si es usted quien la quiere, a que si es a usted a quien se la
solicitan.
A partir de 1981, la Topps debió resignarse a
compartir el favoritismo de los coleccionistas. El monopolio se hizo pedazos
con la aparición de las marcas Donruss y Fleer. Las preferencias se dividieron
aún más en 1988 con la llegada de Score, el retorno de Bowman y la salida de
Upper Deck en 1989.
“Mi primera barajita
fue la Donruss
88 de Bryan Smith, un pitcher de los Expos de Montreal”, cuenta Daniel
Alejandro, que tiene 12 años de edad y desde entonces ha juntado cerca de siete
mil tarjetas y unas 140 de peloteros venezolanos. “Tengo de todas las marcas,
pero me llaman más la atención las de la Topps por su tradición, y las de Upper Deck por
su calidad. Tiene una fotos muy buenas”.
Ciertamente, cada set
tiene su magia particular. Su manera de tratar de robarle fieles a la
competencia. Unas hacen énfasis en el diseño, la fotografía, la selección de
colores, la información. Para este año, la Topps consta de 792 piezas que pueden adquirise a
cambio de 59,50 dólares. La
Fleer viene con 720
a un precio de 46,50, la Donruss 792 por 59,50, la Score 660 por 36 y la
Upper Deck 420 barajitas por 30
dólares.
Este puede ser un
momento para iniciarse en el pasatiempo. Esta campaña de 1993 que está en
curso, envuelve una razón sentimental y un motivo financiero, que justificaría la
iniciación con las colecciones del año próximo. Pudiera ser la temporada final de
Nolan Ryan en la gran carpa. Así que trate de agrupar la mayor cantidad posible
de sus piezas, que pasarán a la historia como las últimas del autor de siete juegos
sin hits ni carreras, más que cualquier otro pitcher en las memorias de la gran
carpa. Quién quita que con el paso de los años, valgan tanto o más que su
primera, vendida el año pasado en una subasta en Chicago por 12 mil dólares.
“Me importa el costo y
lo que puedan valer en el futuro”, reconoce Daniel Alejandro, hijo del
cardiólogo Daniel Gutiérrez. “Pero no voy a venderlas nunca. Creo que su
verdadero valor está en que pueda enseñarlas a los demás cuando ya esos
jugadores estén retirados. Por eso también creo, que pasaré toda mi vida
coleccionándolas”.
Aquí en Caracas ya hay
varios lugares donde pueden comprarse barajitas al detal y al mayor. Aunque en
verdad, ya no es suficiente invertir en las tarjetas el dinero que diariamente
los padres dan a sus hijos para la merienda en la escuela. Los precios en
bolívares no se corresponden con su equivalente en dólares. Pero ni modo. Si
quieres empezar tendrás que ingeniártelas. Los alreddeores del Centro Comercial
Unión a la salida del Metro de Chacaito, es un buen lugar para empaparse de los
pormenores que conducen el ritual.
Intenté ser fiel a la
recolección de barajitas. La de Mazeroski que mostró Mauricio Blanco,
pertenecía a la edición de la
Topps 1960. Después agrupé centenares de las publicaciones de
1962, 1964, 1965, 1966 y 1967. Hasta la aparición de otros intereses. De otras
urgencias existenciales emanadas de la adolescencia. Las muchachas. Las
fiestas. El cigarrillo. La camisa y el corte de pelo de moda. La salsa y el
rock.
Arrumbadas en cajas de
zapato, mis tarjetas fueron a parar al rincón de las cosas que ya no importan
tanto como antes. Las siguientes colecciones las admiré desde las vidrieras de
las tiendas deportivas y nunca faltó quien me obsequiara dos o tres. Y si me
atacaba la nostalgia, compraba un par de paqueticos para revivir la emoción que
te embarga entretanto rompes el envoltorio para ver quiénes llegaron.
Sin embargo, la Topps terminó
momentáneamente con la melancolía. En 1986 para celebrar su trigésimo quinto
aniversario, publicó un libro con todas las barajitas aparecidas hasta ese año.
Un libro tan grande y pesado como hermoso. Cada cierto tiempo levantó sus tres
kilogramos y comienzo a pasar las hojas. Invariablemente me detengo en las
reproducciones de los 60 y entonces vuelvo a tener la edad de Ivanosky,
Cristóbal Ernesto y Daniel Alejandro.
Ahora permitan una
sugerencia. Sigan el consejo de Daniel Alejandro. Compren y no vendan a ningún
precio. Y mientras admiren de vez en cuando su album, no permitan que el adulto
materialista y mercenario, desplace al niño soñador.
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