El único inmortal (1984)





La luz mortecina que intentaba alumbrar la tribuna techada del estadio Universitario, arrojaba un manto de nostalgia sobre los pocos aficionados instalados en las sillas y en los bancos, aquella fría noche del martes 10 de agosto de 1984. El tenue resplandor sugería que nada trascendental podía ocurrir en el terreno entre Caracas y Aragua. A fin de cuentas, no tenían nada que ganar ni nada que perder. Ambos conjuntos habían dejado escapar la posibilidad de alcanzar el reconocimiento como campeón de la temporada.
Una presunción equivocada. Si existe un lugar sobre la Tierra donde cualquier cosa es capaz de alterar el estado de ánimo, es un campo de béisbol. La lealtad de los presentes por su equipo y por el juego, fue premiada con un intenso y cerrado duelo cuyo desenlace no llegó sino hasta la parte alta del décimo episodio, cuando los Tigres anotaron dos carreras para irse arriba 8 a 6. Los Leones se acercaron 8 a 7 en su última oportunidad, pero el relevista Manuel Sarmiento, con un out y la rayita del empate en circulación, se deshizo de Leonardo Hernández y de Jesús Alfaro para asegurar la victoria del Aragua.
Los contados parroquianos que se aventuraron a quedarse hasta el final, con la ilusión de presenciar el milagro que le permitiera al Caracas evitar otra derrota que lo hundiera aún más en el último lugar, se levantaban de sus asientos en busca de la puerta de salida,  cuando la voz anónima del anunciador interno los detuvo en seco.
-¡Atención! ¡Atención!, se escuchó la voz anónima. -Luis Aparicio…¡Luis Aparicio, acaba de ser elegido al Salón de la Fama!
Nadie dio la orden. No hubo señal alguna. Tampoco un acuerdo entre los presentes. Pero enseguida todos comenzaron a cantar el Himno Nacional. Todos. Fanáticos. Periodistas. Narradores. Peloteros. Empleados del estadio. Todos.


Minutos antes, Luis Aparicio subió al Chevrolet Montecarlo de Carlitos González. Faltaba poco para la media noche y habían estado en Valencia comentando por Radio Caracas Televisión el encuentro entre los Tiburones de La Guaira y los Navegantes del Magallanes. Carlitos encendió la radio para escuchar la parte final del partido entre los Leones y los Tigres que acababa de concluir en el Universitario. Al traspasar la puerta de salida del parque “José Bernardo Pérez”, cruzó a la derecha por la avenida Michelena para tomar la autopista Regional del Centro en dirección a Caracas.
-No volvieron a llamar, dijo Aparicio. –La verdad es que no sé cómo hicieron para localizarme aquí en Valencia.
En medio del desafío, Aparicio atendió una llamada desde Nueva York. Su interlocutor le manifestó que todavía estaban contando los votos, pero si resultaba electo al Salón de la Fama de las Grandes Ligas, volvería a llamarlo para darle la noticia. La Guaira venció 6 a 5 al Magallanes y el teléfono no volvió a repicar.
Emprendieron los 158 kilómetros que separan a Valencia de Caracas, absorbidos por el sopor de esa rutina que acompaña a los peloteros y a quienes hablan de béisbol por radio y televisión. Para mediatizar el tedio de la vía a esa hora de la noche, en vez de revivir lo que había pasado entre los Tiburones y los Navegantes, u oír música, prefirieron atender lo que sucedía en los otros escenarios del campeonato de béisbol profesional. Así llegarían a La Encrucijada, ese lugar en el mapa del que se puede partir hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales del estado Aragua, y donde los panes rellenos con pernil de cochino o pollo, resultan una tentación para tanto estómago vacío.
De repente, el recuento de Delio Amado León desde el parque de la UCV, fue interrumpido por la fanfarria  que Radio Rumbos ponía al aire para anunciar las buenas o malas noticias. Esta era buena y Carlitos se adelantó a las palabras de Delio Amado.
-¡Coño Luis! Te metieron en el Salón de Fama!, exclamó.
Luego de un par de interrupciones técnicas, con su sonora y melodiosa voz, Delio Amado confirmó la primicia de Carlitos.
-Bueno, tienes un amigo en el Salón de la Fama, fue lo que se le ocurrió a Aparicio decirle a su compañero de viaje.
Era una situación extravagante la que se vivía en el interior de aquel Montecarlo marrón oscuro. Más bien una situación injusta. Toda esa algarabía que brotaba de la radio, y Aparicio sin poder compartir el momento más importante de su vida de pelotero, con quienes hay que disfrutar instantes como ese. Y a su lado, Carlitos sin poder sacarle el máximo provecho al privilegio de tener solo para sí, la entrevista con la que todo periodista sueña. Tal vez por tanta íntima frustración en medio de tanta emotividad, sin proponérselo decidieron continuar en silencio, hasta tomar el desvío que los guiaría a La Encrucijada.
“Lo acaban de elegir al Salón de la Fama”, le gritó el dominicano Oswaldo Virgil, abrazado a Aparicio y rodeado por los jugadores de La Guaira que también llegaban a cenar en La Encrucijada. El del manager de los Tiburones fue el primer discurso que Aparicio agradecería en las siguientes semanas. Entre abrazos y felicitaciones de todo aquel que lo reconocía, ya sin entusiasmo comió el pan con cochino.
-Ahora conduce tú, le dijo Carlitos González mientras le entregaba las llaves de su automóvil. –Quiero saber qué se siente tener un chofer miembro del Salón de la Fama.
Por el reconocimiento, Aparicio debió esperar cinco largos años. Entretanto vio desilusionado como la Asociación de Cronistas de Béisbol de Estados Unidos elevaba al templo de Cooperstown, a los jardineros y fuertes bateadores Willie Mays, Henry Aaron, Frank Robinson, Duke Snider y Al Kaline. A los lanzadores Bob Gibson y Juan Marichal y al antesalista Brooks Robinson. Todos contemporáneos del campocorto venezolano.
A la una de la mañana el Montecarlo se detuvo a las puertas del hotel Crillón, en la avenida Libertador al este de la ciudad, y donde Aparicio se residenció desde que comenzó a trabajar como comentarista para RCTV. Al cerrar la puerta del cuarto se dirigió de una vez al teléfono para llamar a su casa en Maracaibo.
“Por fin conseguiste lo que querías”, le dijo su esposa Sonia. “Aquí están los muchachos pero no pueden hablar de la emoción”.
Sintió la necesidad de beber una cerveza y bajó al bar del hotel donde se tropezó con su paisano Betulio González,  el antiguo campeón mundial de boxeo en la categoría mosca.
-Veis Luis, yo pago, advirtió el púgil.-Vos ya eres más célebre que yo.
-Qué creéis, que La Chinita solo complace a vos, sonrió Aparicio.
Betulio le brindó otra cerveza y regresó a la habitación a dormir un poco. En los próximos siete meses no tendría un instante de descanso.

Luis Ernesto Aparicio nació el 29 de abril de 1934 en la ciudad de Maracaibo. En la parroquia Santa Lucía, una de las más emblemáticas de la capital del estado Zulia. Su padre Luis Aparicio Ortega fue el  más celebrado pelotero zuliano durante la década de los 30 y los 40, un lapso en el que muy pocos pusieron en duda que fuese el  mejor campocorto del país. Urgido por la necesidad de extirpar una hernia inguinal que le impedía jugar con su talento habitual, perdió la oportunidad de ser el primer venezolano en llegar a las ligas mayores, solo semanas después del nacimiento de su hijo. Debió consolarse con exhibir sus habilidades en las fuertes ligas profesionales de Puerto Rico y República Dominicana.
Sin embargo, nada identificará más al primer Aparicio que el hecho ocurrido la mañana del 18 de noviembre de 1953 en el estadio Olímpico de Maracaibo. En los anales de la humanidad no debe haber muchos actos tan premonitorios. Era el Día de La Chinita, patrona y virgen venerada por el ideario de los zulianos, y en el campo se enfrentaban los más enconados rivales de la región, Pastora y Gavilanes. Fue entonces cuando poco antes de comenzar el juego, los siete mil aficionados presentes vieron cómo Aparicio padre le entregó a Aparicio hijo, su guante y su bate para que lo reemplazara por siempre en el campocorto del Gavilanes. Sin sospechar lo que pasaría después, los periódicos de la ciudad se aventuraron a describir el momento de histórico.
Semanas después de su bautismo profesional, Aparicio firmó un contrato con la organización de los Medias Blancas de Chicago. Llevaba la recomendación de quien era el shortstop estrella de los Medias Blancas y de toda la Liga Americana: Alfonso Carrasquel. Dos años más tarde, el Chicago cambió a Carrasquel a los Indios de Cleveland. Había decidido que Aparicio estaba listo para ocupar su lugar.
Para en buena medida honrar el gesto de su padre, Aparicio pasó dieciocho temporadas en las grandes ligas, transcurridas de 1956 a 1973 con los uniformes de los Medias Blancas de Chicago, los Orioles de Baltimore y los Medias Rojas de Boston. Tiempo que aprovechó para ser electo “Novato del Año” en la Liga Americana, ser el líder en bases robadas del circuito en sus primeras nueve campañas, participar en diez Juegos de Estrellas, ganar nueve “Guantes de Oro”, formar parte de los Medias Blancas y de los Orioles que atraparon el gallardete de la liga en 1959 y 1966, y ser seis veces el primero en asistencias y en otras ocho en porcentaje de fildeo entre los defensores de la posición. Al momento de su retiro era el número uno de todos los campocortos que habían desfilado por las ligas mayores, con 2581 juegos, 12564 lances, 8016 asistencias y 1553 dobles matanzas.

El repique del teléfono en la habitación número 11 del hotel Otesaga en Cooperstown, alteró aún más los nervios de sus dos huéspedes. Eran las doce del mediodía del domingo 14 de agosto de 1984. Fecha escogida por el Salón de la Fama de las grandes ligas para dar la bienvenida a los nuevos cofrades del templo.
-Sí, buenos días, respondió Sonia Llorente. –Quién. Sí, por favor dígale que ya baja.
-Luisito, Carlos Andrés está allá abajo en el lobby. Apúrate. Yo ya estoy lista.
-No pensé que Carlos Andrés viniera, murmuró Luis Aparicio mientras terminaba de ajustar el nudo de la corbata frente al espejo. –Listo. Abre la puerta.
Luis Aparicio y Sonia Llorente se conocieron en Nueva York al comienzo de la temporada de 1956, la primera de Aparicio con los Medias Blancas de Chicago en las ligas mayores. Los presentó Jim Rivera, tío de Sonia. De ascendencia puertorriqueña como su sobrina, Rivera llevaba cuatro años en el Chicago y era uno de sus tres jardineros regulares. Para el veterano guardabosque y el resto de sus compañeros, Aparicio era “El pequeño Luis”. Para Sonia fue desde entonces, Luisito. Se casaron al finalizar la campaña.
-¡Presidente! No pensé que viniera hasta aquí, repitió nuevamente Aparicio, entretanto los dos hombres se confundían en un abrazo, rodeados por la comitiva que siguió al pelotero desde el Zulia.
-Luis, cómo cree usted que no iba a venir, reaccionó sonreído Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela entre 1974 y 1979. –No me salga con esa. Llegué esta mañana. Cómo no voy a estar con mi amigo en uno de los momentos más importantes de su vida.
-¿Vino solo?
-Sí, no podía dejar a Venezuela sola, respondió Pérez sin que lo abandonara la expresión de satisfacción por la sorpresa de su presencia.
La amistad que une a dos de los personales más populares de su país en la segunda mitad del siglo XX, se remonta a la década de los años sesenta cuando Pérez era ministro de Relaciones Interiores en el gobierno de Rómulo Betancourt. Luego durante su mandato, Pérez nombró a Aparicio, Comisionado de Deportes.

Cooperstown es una pequeña localidad del estado de Nueva York que cuenta con no más de tres mil habitantes. Se afirma que allí se realizó el primer juego de béisbol a finales del siglo XIX. Por carretera está aproximadamente a seis horas de la ciudad de Nueva York.
Aparicio y el resto de los exaltados en esta oportunidad, como los demás inmortales presentes al acto, fueron alojados en el hotel Otesaga a la orilla del lago del mismo nombre. El sábado dedicaron buena parte del día a firmar autógrafos y fotografiarse, con aquellos aficionados que no encontraban qué hacer con tantas luminarias del juego a su alrededor: los toleteros Ernie Banks, Al Kaline, Duke Snider, Stan Musial y Johnny Mize. El catcher Roy Campanella y los lanzadores Warren Spahn, Lefty Gomez, Early Wynn y Sandy Koufax entre otros.
Era el momento de los recuerdos. De las bromas. De las frases de doble sentido en su juerga particular. Esa intimidad que nadie es capaz de interpretar si nunca se ha puesto un uniforme de las grandes ligas.
-Hey, Looise. Hey Looise”, llamó Koufax la atención de Aparicio. -Siempre me maltrataste con tu bate. Siempre” El mítico pitcher no exageraba ni trataba de ser amable en medio de un encuentro tan especial. En el quinto juego de la Serie Mundial de 1959, Aparicio le conectó dos de los cinco hits que Koufax permitió esa tarde.Y en el segundo encuentro de la Serie Mundial de 1966, le pegó otro sencillo y un doble impulsor de una carrera.
-Es cierto, intervino Kaline. –Pero no lo digas muy alto, Sandy. La gente va a creer que hablas de Henry Aaron. Looise, ¿cuántos títulos de bateo ganaste? ¿Cuántos jonrones diste? Yo al menos gané un título a los veinte años y pegué 399 jonrones.
Aparicio fingió estar molesto por el recuerdo de la “incapacidad” de su bate pero terminó abrazando a Kaline con afecto sincero.
La ceremonia comenzó con 25 minutos de retraso por culpa de la lluvia que estuvo cayendo desde el amanecer. Pero los asistentes no se detuvieron y allí estaban con sus paraguas para no perder un solo fragmento del evento que arrancó formalmente con palabras de Jim Henneman, un periodista del Evening Sun de Baltimore, y presidente de la Asociación de Cronistas de Béisbol de Estados Unidos. Los antiguos inmortales fueron introducidos por George Grande y al Comisionado del Béisbol, Bowie Kuhn, le correspondió llamar a los nuevos elegidos y entregarles sus respectivas placas.
Carlos Andrés Pérez estaba confundido entre la multitud cuando el inclemente sol de verano hizo su aparición para azotar a la concurrencia. Con un brazo enyesado, a duras penas sacó un pañuelo para secarse el sudor del rostro. La expresión de regocijo no lo abandona. Es probable, que desde tiempos inmemoriales, sea esta la primera ocasión  que rompe el cerco tendido eternamente por el poder y los compromisos de la política hasta el último de sus días. Aunque tan solo sea por unos minutos.  
“Hummm. Lo que son las cosas”, pensó Aparicio desde el estrado. “El hombre está allí como uno más”.

Sobre la tarima, Aparicio estaba exultante dentro de un traje gris claro, según sus propias palabras, mandado hacer para la ocasión. Todavía no hay canas en su cabello y no son pocos los que no estimarían que ya cumplió 50 años de edad. Fue el cuarto llamado por Kuhn, después del catcher Rick Ferrell, el campocorto Pee Wee Reese, el jonronero Harmon Killebrew y el lanzador Don Drysdale.
“Les presento a alguien que desde hace tiempo ha debido estar aquí”, dijo Kuhn en español. “Me refiero al mejor shortstop de todos los tiempos, Luis Aparicio”.
Se escuchó el Gloria al Bravo Pueblo y se izó la bandera de Venezuela antes que Aparicio tomara la palabra. Al contrario de Kuhn, pronunció su discurso en inglés. Había prometido que sería el más corto de todos para no fastidiar a los presentes y casi lo consiguió.
“Cuando vine por primera vez a este país treinta años atrás, era tan solo un jovencito con muy poco en mis bolsillos, pero lleno de sueños con un mundo entero por ganar”, comenzó. “Hubo momentos de ansiedad y frustración. Pero mi amor por el béisbol, y la ayuda y el coraje que obtuve de mis compañeros de equipo y de mis amigos, fueron más fuertes que esos obstáculos. Sin embargo, el Salón de la Fama era para mí un sueño muy lejano”.
“Trabajé muy duro para hacer lo mejor por mi equipo, por los fanáticos, por todos aquellos que aman este juego y por el béisbol mismo”, continuó. “Es por eso que para mí, estar entre los más grandes jugadores de la historia de las grandes ligas, siempre significará mucho más de lo que pueda expresar. Le doy gracias a mi padre, a quien le debo los primeros secretos que aprendí de la profesión. Le doy gracias a mis compañeros de equipo, desde la gente que trabaja en la oficina, hasta los recoge bates. Le doy las gracias a los periodistas y a todos aquellos que dan las noticias de los deportes. Le doy las gracias a mi esposa y a mis hijos. Le doy las gracias a las personas de esta gran nación. Y sobre todo, le doy gracias a Dios. Hoy, treinta años después de venir por primera vez a este país, le doy muchas gracias a todos”.
Luis Aparicio recibió un homenaje más. La placa de bronce con su nombre y una pequeña biografía, fue colocada junto a la de Babe Ruth, el más grande de todos los peloteros que alguna vez han pasado por las ligas mayores. En la entrada y a la derecha del salón.

Comentarios

  1. Un minuto después de leer que estaba tu trabajo de Luis dió un salto al blog para leerlo por segunda vez, la primera cuando lo es escribiste en El Nacional en el que compartimos afanes. Cómo bien sabes, soy uno de tus devotos admiradores, desde cuándo eras un carajito quecempezsnas

    ResponderEliminar
  2. No había terminado: desde cuándo eras un carajito que empezabas a darle coñazos a las teclas en las viejasswjinadx

    ResponderEliminar
  3. Carajo, metí mal el dedo de nuevo. Decía: en las viejas máquinas de escribir. Un gran abrazo Humberto, de tu amigo de toda la vida. Y además, lo que me honra , el tutor de tu tesis de grado.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¿QUÉ ES UN PROSPECTO DE GRANDES LIGAS?

El primer idolo

Bonds y el Magallanes (1993)