Y Billy cuándo viene (1980)
-¡Tooony!, gritó presurosa la anfitriona,
derrochando amabilidad y una sonrisa contagiosa, al ver a Antonio Armas y su
imponente corpulencia en la puerta del restaurant. Por un instante, la
proverbial timidez de Armas, da paso a una arrogancia inocente de héroe de la
ciudad. Una expresión de agradecimiento ilumina su rostro.
-Me debes una, Tony. Hoy fui al Coliseo con mi
bebé y no sacaste la bola. Pero adelante. ¿Cuántos son ustedes?, pregunta la
chica más calmada, mientras guía al pequeño grupo al interior del lugar.
-Cinco, respondió Armas. –Pero uno está por
llegar.
-Entonces por aquí. Aunque si quieren fumar,
les tengo una mesa del otro lado.
-No, aquí está bien, le insiste a la muchacha,
de impecable uniforme a cuadros verdes y rojos, coronado por un pulcro delantal
blanco y unos enormes y vivaces ojos azules.
La chica promete regresar con el menú de ofertas
y tomamos asiento. César Tovar y Graciano Ravelo se acomodan uno al lado del
otro. Me colocó junto a Armas frente a ellos, y cuando llegué Billy Martin,
presidirá el rectángulo de madera desde cualquiera de sus extremos.
-Este es el restaurant preferido de Billy,
explica Antonio repasando el sitio con la vista. –Por eso lo recomendó cuando
preguntaron dónde podían cenar. Es amigo de los dueños. Billy nació en
California, pero creció en Oakland. Siempre echa el mismo cuento. Que sus
padres y los padres de los dueños, vinieron muy jóvenes de Italia. Por eso es
que conoce la ciudad de punta a punta. Sabe donde está todo. Y por eso come
aquí cuando no quiere comer en su casa.
Fiebre de domingo por la noche. En la barra
circular que preside el local, una banda de adolescentes y no tan jóvenes,
fuman, beben y conversan entre sí. Por minutos, tal vez segundos, los
encargados de preparar y servir las órdenes, tan jóvenes como la mayoría de la
clientela, se detienen a compartir con ellos. Pero no tiene sentido. Enseguida
emprenden presurosos su ir y venir, para poder atender los gritos que reclaman
su presencia y su atención desde todos los puntos de la trinchera.
La rubia de enormes y vivaces ojos azules nos
alojó a pocos pasos del bullicio, aunque pareciera que una pared invisible nos
separa del alboroto juvenil. De este lado, el ambiente es sosegado. No tan radiante
pero más acogedor. En los mesones de roble y las mesas como la nuestra,
familias enteras, recién casados, amigos, parejas mayores y ni tan mayores, cumplen con el sacrosanto
ritual de comer el fin de semana fuera de las cuatro paredes del hogar.
-Llegamos a tiempo, saben, apunta Armas. –Nos
demoramos unos minutos y no conseguimos mesa. Ni por ser amigos de Billy
Martin.
-Ni por ser Antonio Armas, bromea Ravelo.
-Mi nombre es Mary, interrumpe otra chica de
menos edad, con la cabellera negra oculta bajo una gorra roja y blanca. –Los
voy atender mientras estén aquí. ¿Qué prefieren? ¿Van a comer ya, o prefieren
tomar algo primero?
-Falta un amigo, repite Antonio. –Por ahora,
trae una ensalada César con camarones y pollo para los cuatro. Tres cervezas y
un bloody mary para el señor, dice apuntando a Tovar.
-Con más tomate que pimienta, puntualiza
César.
-Okey, asienta la jovencita y se pierde tras
la puerta que da hacia la cocina.
Son las horas finales de una excursión
fraguada en la redacción deportiva de El
Nacional. Cuando el 5 de septiembre ante
los Orioles en Baltimore, Armas despachó un jonrón para erigirse en el primer
venezolano con al menos 30 cuadrangulares en una temporada de grandes ligas, se
encendieron las alarmas.
-¿Tienes tu pasaporte y la visa al día?,
preguntó el jefe Heberto Castro Pimentel.
En realidad, pregunta por preguntar. De
ninguna manera admitirá que uno de sus periodistas no esté listo para cumplir
con una misión de último momento.
-La semana que viene te vas para Oakland.
Ravelo va a entregarle una placa a Armas y le pedí que te metiera en el viaje.
El periódico paga todo lo tuyo. Entrevistas a Armas, y si puedes, también a
Billy Martin.
Armas y los Atléticos recibían ese largo fin
de semana del 12 al 14 de septiembre a los incontenibles Reales de Kansas City,
muy cerca ya de atrapar el banderín de la División Oeste de la Liga Americana , esta temporada
1980. En una coincidencia extraordinaria, asimismo se abrió la posibilidad de
ver en acción a George Brett, que llegó a Oakland como líder bate con un
increíble promedio de .396 puntos.
-Tú crees que sea posible entrevistar a Billy
Martin, pregunté receloso a Tovar en el avión de Viasa, de Caracas a Nueva
York.
No supe qué pensar al ver su expresión. César
debió creer que bromeaba, o que para su decepción, era el periodista más
ignorante de la historia de las grandes ligas.
-Billy es mi papá, respondió.
-Yo sé pero…
-Cuenta con eso.
Cuando el reactor de Pan American que nos trajo
de Nueva York a San Francisco se posó sobre la pista, habían transcurrido más
de doce horas de haber despegado del aeropuerto “Simón Bolívar”. En un taxi
cruzamos el Puente de La Bahía , y poco antes de la
media noche hora local, abrimos la puerta de la habitación en nuestro hotel en
Oakland.
-Pepa e
Burra, qué haces tú aquí, recibió Antonio Armas a César Tovar, al entrar al
vestuario de los Atléticos la tarde del viernes.
-Visitarte. A saludarte ahora que eres la
estrella de este equipo de muertos. ¿Qué más quieres? ¿No puedo? Me lo avisas y
me voy.
-Claro mi hermano. Pero que no te oiga Billy.
-Lo de muertos es entre nosotros, sonríe.
–Graciano te trae una placa y Humberto te viene a entrevistar. ¿Dónde está
Billy?
-Por ahí lo vi ahorita. Debe estar en su
oficina. Ya vas a ver cómo se pone cuando te vea. Cuando el jefe te nombra, lo
hace siempre con mucho cariño. Ya quisiera yo que un manager hablara así de mí.
Tü eres algo muy especial para él. .
¿Cuántas veces a lo largo de la historia de
las ligas mayores se habrá repetido una escena como la que presenciamos? El
pelotero retirado, que disfrutó de las prebendas de estar allí, trata de volver
sobre sus pasos. El peso de la nostalgia es inconmensurable. Bien sabe que es
una tarea inútil. Aún así, recurre a los recuerdos y a sus hazañas para decirle
a quien no lo sepa, que estuvo allí. En el frente de batalla. Que alguna vez
formó parte de ese mundo exclusivo. Tovar no es una excepción.
-Este era un carajito cuando llegó al Caracas,
nos dice César de Armas. –Pregúntale cuando lo entrevistes, quién lo protegió.
Quién le metió la mano. Quién lo enseñó a jugar. A jugar siempre duro. Vitico y
yo. Pregúntale.
Armas abraza con sinceridad a su compañero en
los Leones del Caracas, entre 1971 y 1974. No son muchos los que como él,
tuvieron el privilegio de llegar al profesional y ser cobijados desde el primer
día por César Tovar y Víctor Davalillo.
-Voy a practicar, se disculpa. -Ahora hablamos
con calma.
-César, detiene su camino hacia el terreno.-Mira
quién está aquí.
-¡Pepi!, exclama Billy Martin.
-¡Hey, Billy!, salta Tovar.
Resta poco más de una hora para que empiece el
juego. El vestuario manifiesta un agite festivo, poco usual. Los Atléticos
están muy cerca de perder toda oportunidad de alcanzar a los Reales, pero suman
cuatro victorias en los últimos cinco encuentros. Si hay un lugar donde la
esperanza es lo último que se pierde, no es otro que en un campo de béisbol.
Quien entre aquí en este instante, pudiera pensar que esta gente está a un paso de ganar la Serie Mundial.
-Vamos a conversar en la oficina del jefe.
Aquí hay mucha bulla, invita Armas al regresar de la práctica..
-¡No se molesta?, teme Ravelo.
-No, no. Está allá afuera hablando con los
periodistas. Ya viene también. ¿No quieres hablar con él? Aprovecha de una vez.
Vamos, vamos.
Antonio Armas sabe que esta oportunidad podría
no volverse a presentar, y ya no medita a la hora de hablar sobre la cantidad
de dinero que está dispuesto a pedir a Oakland, en lo que sería su contrato
para la campaña de 1981. Luego de tres campañas interrumpidas por culpa de
múltiples lesiones, al comenzar la serie contra Kansas City, sumaba 31 jonrones
y 95 carreras remolcadas, números topes para los Atléticos y entre los mejores
en la Liga Americana.
Y cifras que también pueden servir para garantizar su futuro económico y el de
los suyos.
“Ahora o nunca es la consigna”, responde desde
el amplio sofá que está frente al escritorio del manager Billy Martin. “Las
posibilidades de lograr otras buenas temporadas como ésta, son iguales a las
posibilidades de acabarme por una lesión. Por eso le sacaré el mayor provecho a
esos jonrones y a esas carreras empujadas”.
Como la mayoría de los peloteros de hoy en las
grandes ligas, el jugador de 27 años de edad contrató los servicios de un
abogado que ya estudia las alternativas de lograr un ventajoso pacto para el
jardinero.
“Ben Martin me ha dicho que trataremos de
firmar por cinco años y tres millones de dólares”, detalla las características
del convenio, equivalente a 12 millones de bolívares. “Creo que son justas mis
aspiraciones, y con la ayuda del jefe, es posible que los dueños acepten. Si
no, ya veremos que pasa”.
Armas llegó a los Atléticos en marzo de 1977
procedente de los Piratas de Pittsburgh, organización con la que saltó al
béisbol profesional. Sin embargo, los Orioles de Baltimore no ocultan la
pretensión de tenerlo en su alineación regular.
“Voy a donde esté el dinero, así sea en
Baltimore o en Nueva York”, dice el nativo de Puerto Píritu en el estado
Anzoátegui. “Ya he trabajado bastante para llegar hasta aquí. Y ahora me toca
disfrutar de todos los beneficios de las grandes estrellas”.
No obstante, Armas preferiría continuar
jugando para Martin, quien tiene una pequeña cuota en el éxito conquistado.
“Billy está loco, pero es el mejor manager del mundo”, sonríe al ver que Martin
entra en la oficina. “Me dio confianza, me puso a jugar todos los días y no lo
he defraudado. Tengo que agradecerle sus atenciones, y la mejor manera de
hacerlo es jugando fuerte. Metiendo el pecho por él”.
Armas asegura que Martin hará todo lo que esté
a su alcance para retenerlo. Dirige a los Atléticos desde esta campaña, luego
de llevar a los Yanquis de Nueva York a los campeonatos de 1976 y 1977 en la Americana. Al contrario de lo
que Antonio piensa, no se atribuye tanto crédito por la actuación de su
guardabosque.
“Yo solo me limité a ponerlo a jugar”, dice el
piloto, entretanto se quita los lentes que emplea para leer. “Todo era una
cuestión de actitud ante el juego. Tony se contagió con el ambiente que reina
en este equipo y allí tienen los resultados. Es un pelotero que disfruta el
juego y que tiene las condiciones para hacerlo todo en el campo”.
Armas vuelva a repetir que Martin es un loco y
el manager deja de revisar el reporte de los scouts, sobre cómo jugar ante los
Reales. Dice que nadie se faja como Martin para tratar de ganar los encuentros.
Como si en cada uno se le fuera la vida. Que por ello, hasta en el lance más
rutinario, juega duro. En recompensa, goza de su confianza. El piloto aprueba
lo dicho con una amplia sonrisa.
“A
comienzo de campaña le pedí un día libre”, recuerda Antonio. “No me dejó
terminar. Así estés bateando menos de cien puntos te necesito en el jardín
derecho, me dijo. Quién se puede negar a un tipo como ese que está ahí
sentado”.
El toletero, que además es el primero entre
los compañeros de su equipo en bases alcanzadas y en slugging, acepta también
las atenciones de los aficionados que lo aplauden cada vez que aparece en el
plato, y llenan de cartelones alusivos a su desempeño las localidades del
Coliseo de Oakland. Pero con los periodistas es otra cosa.
“Si Reggie Jackson se poncha cuatro veces en
un juego, al final los periodistas se matan por entrevistarlo”, se queja. “El
miércoles empujé tres carreras con un jonrón y un sencillo para ganarle a los
Rancheros y ni me tomaron en cuenta. No hablo más con ellos”.
-Y César Tovar, señor Martin, cambiamos de
tema.
“Jugadores como Pepi aparecen cada cien años”,
responde el estratega de 52 años, que inició su trayectoria como manager de
grandes ligas en 1969 con los Mellizos de Minnesota. “En realidad, Pepi fue
para mí, lo que yo fui para Casey Stengel cuando estaba con los Yanquis. Como
yo con Casey, Pepi hacía lo que yo quería. Cualquier cosa por mí.”.
Tovar y Martin se conocieron en Minnesota
cuando Martin fue coach de los Mellizos antes de encargarse de la escuadra. Esa
amistad prosiguió en Texas con los Rangers y en Nueva York con los Yanquis.
“Fueron muchas las oportunidades en que Pepi se partió el pecho por mí. Hasta
pelotazos recibía. Y no con curvas lentas. Con las rectas más dura de la liga.
Y fue mi sustituto. Nada iba mal si yo no estaba. Él lo arreglaba todo. Siempre
supo expresar a los otros peloteros lo que yo quería que entendieran. Como si
lo hubiese dicho yo. Pepi es único”, sentenció quien también estuvo en el
frente de batalla entre 1950 y 1961 como jugador del cuadro con los Yanquis,
los Atléticos, los Tigres, los Indios, los Rojos, los Bravos y los Mellizos.
Tovar no dijo una palabra desde el rincón
donde se hallaba. No tenía que expresarlo. Pero era obvio que por unos minutos
había experimentado todo lo vivido en sus días de activo con los Mellizos, los
Filis, los Rancheros, los Atléticos y los Yanquis, entre 1965 y 1976.
“Bueno amigos, exclamó Martin y se paró de su
asiento, en señal inequívoca de que la entrevista había concluido. “Ya el juego
va a empezar y debo terminar de ajustar la alineación. Ya está lista, pero ya saben,
hay que revisarla hasta el último minuto antes de llevarla al principal. Vamos
hacer algo. Si quieren continuar con esta conversación, nos vemos el domingo
después del juego. Quieren cenar, dijeron. Les recomiendo el Francesco. Tony
sabe dónde queda”, se despidió.
-El hombre no es tan fiero, pensé.
Hace ya treinta minutos que nos sentamos en la
mesa. La carta del Francesco luce el rojo, el verde y el blanco de la bandera
de Italia. Me detengo a observar una pequeña galería que incluye el cartón, con
fotos que reseñan las memorias del restaurant que se remontan a 1967.
-Quiero unos linguinis Francesco, dice Armas a
Mary.
-A mí por favor me trae unos canelones Rávena,
ordena Ravelo.
-Los linguinis Francesco, ¿solo vienen con
pollo?, pregunta Tovar.
-Puede traer langostinos, aclara Mary.
-Con pollo y langostinos, conviene César.
-A mí unos espaguetis con calamares y langostinos, le digo a
nuestra anfitriona.
-Pero no lo traigas todavía, pide Armas.
–Vamos a ver si llega el que falta. Puedes traernos otra ronda igual a la
anterior. Tres cervezas y un bloody mary.
-Quería ver a George Brett, se lamenta entonces
Ravelo.
-Me dijo que tenía una semana sin jugar,
cuenta Antonio. –Es un músculo en la pierna. Creo que la izquierda. Menos mal
que tampoco jugó contra nosotros. No lo han hecho out todo el año.
-Pero ustedes pudieron ganar hoy, afirma
Graciano.
-Dejamos dos en base con un out en el octavo,
y en el noveno salimos un, dos, tres. Si Quisenberry viene bien, no es mucho lo
que se puede hacer. Ya pasó de treinta salvados.
Oakland batió a Kansas City 9 a 5 el viernes y 6 a 2 el sábado. Pero esta
tarde cayó 4 a
3.
-No creo que Billy venga ya, advierte de
pronto Armas. –Sobre todo porque perdimos hoy. Ya lo conozco bien. No le gusta
que la gente le diga nada. Se arrecha de verdad, y si tiene que caerse a golpes
con cualquiera, se cae.
-Yo estaba ahí cuando tumbó a Dave Boswell de
una sola mano, dice Tovar y coloca su mano derecha en la mandíbula- -Billy le
llegaba por el hombro. Fue una pelea de un peso pesado contra un pluma.
-Vamos a pedir, decide Armas, luego de pasar
otros diez minutos. Levanta el brazo para llamar a la encargada de nuestra mesa
e insiste. –Billy ya no viene.
Mary repasa la lista de pedidos en su libreta…
Más una tercera ronda de cervezas y un bloody
mary.
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