La quimera de los dos dias de descanso


 La quimera de los dos días de descanso

Tome asiento porque se va a sorprender. Su imaginación no dará para tanto. Así que siga nuestro consejo al pie de la letra, siéntese.

En los últimos tiempos el beisbol se ha visto sacudido por cambios que han echado por tierra principios que parecían inexpugnables. Suerte de valores que daban al juego la imagen de mundo ultra conservador, en el que radicaba buena parte de su encanto.

El bateador designado por el pitcher es quizás el más revolucionario de todos los cambios más recientes y ya data de 1973. Sin embargo, hay otros más sutiles, menos perceptibles. Por ejemplo, ¿sabrán los aficionados más jóvenes, que el lanzador al llegar a una base luego de batear, alguien salía presuroso desde la cueva a ponerle una chaqueta para que el brazo no se le enfriara? El bateador designado acabó con la ancestral costumbre, que ni siquiera se sigue en la Liga Nacional, la única liga en el mundo que no acogido la regla del designado.

En el fondo, de eso tratan estas líneas. De cómo el íntimo universo de los pitchers se ha visto trastocado. Particularmente el de los abridores. Cierto es, que de lo que se trata, es de cuidar hasta lo imposible al integrante del equipo más susceptible de padecer lesiones. Después de todo, su herramienta principal de trabajo, el brazo, no fue creado por la naturaleza para lanzar pelotas durante poco más de dos horas, cada cuatro días en el caso de los pitchers que inician el encuentro. Sin obviar los motivos económicos que los asisten, y el predominio estratégico hoy asignado a los lanzadores relevo.

En esa dirección de cuidados intensivos, la rotación de abridores, en la actualidad se halla conformada habitualmente por cuatro y hasta cinco pitchers, lo que les concede hasta cuatro días de descanso entre cada apertura. Sistema establecido en la década de los años 80, un suceso nada casual si recordamos que es el período que marca el surgimiento en las grandes ligas de los contratos millonarios, apuntalados por las figuras contractuales de la agencia libre y el arbitraje.

Es por eso que al escuchar hoy que Justin Verlander, Clayton Kershaw o Jacob deGrom, abrirán con únicamente tres jornadas de reposo desde su presentación anterior, se asume como una proeza. Y en realidad lo es al recordar las condiciones caracterizan a su habitual desempeño.


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Y ahora sí, aquí viene el origen de esta crónica, a riesgo de que piensen, aquí está Humberto Acosta con su mono tema: Sandy Koufax. ¿Por qué dará tantos rodeos para llegar al mismo lugar? Bien, les aseguro que era necesario para colocar a nuestro personaje en el contexto más adecuado para sí darle sentido al relato.

¿Sabían que en la recta final de las temporadas de 1965 y 1966 en la Nacional, Koufax  se vio obligado a comenzar tres juegos, no con tres sino con dos días de descanso, para asegurar para los Dodgers la corona del circuito y hasta una Serie Mundial? ¿Para ser precisos, durante el último fin de semana de la temporada regular, para no perder el título en la raya, o en la peor de las circunstancias, para no concluir igualados en la punta y tener que acudir a un encuentro de desempate? Y para empezar estas historias llenas de dramatismo por el final, sepan que Koufax ganó los tres duelos.

Las ediciones de los Dodgers de 1965 y 1966 se distinguían por una nada envidiable condición: su escuálida ofensiva. En 1965 fueron el único equipo de toda la liga con menos de 100 jonrones y el séptimo en bateo. En 1966 fueron el noveno en cuadrangulares y el quinto de diez conjuntos con el promedio ofensivo más elevado. Lo que en buena medida se tradujo en un cerrado forcejeo con los Gigantes por el gallardete hasta las horas postreras de la campaña. De allí, que en medio de esas carencias vitales, la velocidad y la defensa, el pitcheo, y Koufax en particular, se constituyeron en aliados invalorables. 

Koufax con un hándicap: el codo asediado por una severa artritis, ya para ese instante incurable e indetenible. Por ello antes de cada encuentro, debía untar el brazo con capsolín para que entrara en calor, y al terminar, sumergirlo en agua helada para reducir la inflamación y mitigar el dolor.


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El sábado 2 de octubre de 1965, penúltima jornada de la temporada regular, los Dodgers amanecieron en el primer lugar de la Liga Nacional, aunque con solo dos juegos de ventaja sobre los Gigantes. Con apenas dos encuentros pendientes para cada equipo, la eventualidad de terminar en un empate se hallaba a la vuelta de la esquina. A los Dodgers les bastaba un triunfo para asegurar el banderín, pero el manager Walter Alston no quería esperar hasta el último momento. Así que llegó al parque con la idea fija de sugerirle a Koufax que abriera el encuentro ante los Bravos, pese a que no era su turno en la rotación y solo tenía dos días de descanso.

El miércoles anterior, Koufax había transitado los nueve episodios frente a los Rojos, en una actuación cercana a la perfección. Los Rojos solo conectaron un par de hits, todos sencillos. Nadie llegó hasta la tercera base y solo un corredor se estacionó en la segunda, Vada Pinson por robo. En el intermedio de la faena, se burló de una de las alineaciones más sólidas de la liga a punta de ponches. Dos veces abanicó a Frank Robinson, a Pete Rose y a Leonardo Cárdenas, y tres más a Tani Pérez para sumar 13 guillotinados. Tres con solo tres envíos, el mismo patrón y el tercer strike cantado: recta, curva y cambio. Dodgers 5 Rojos 0.

De alguna manera, la historia volvió a repetirse ante los Bravos. De nuevo acumuló 13 ponches y en los nueve innings recibió cuatro imparables, uno de ellos un cuadrangular solitario de Gene Oliver como primer bateador del cuarto capítulo. Sin embargo, la clave del éxito estuvo en los cuatro turnos ante Henry Aaron, su enemigo número uno a través de toda su carrera. Aaron no consiguió sacar la bola del cuadro: rolling al pitcher, línea por tercera base, ponche y línea al campocorto. La pizarra quedó 3 a 1 y los Dodgers consiguieron la victoria 96 para quedarse para siempre con la corona.

Para Koufax fue el triunfo 26 de la campaña, tope en el circuito. También fue el primero con 2.04 de efectividad, 27 juegos completos, 336 innings y 382 abanicados, más 41 aperturas. Agregó 8 blanqueadas.


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Doce días más tarde, Alston llegó al estadio con la misma idea con la que había arribado el 2 de octubre al parque de Los Ángeles: pedirle a Koufax que comenzara el juego. Era el 14 de octubre en Minneapolis, fecha del séptimo y decisivo encuentro de la Serie Mundial con los Mellizos. Igualmente no era su turno. Le correspondía Don Drysdale. Asimismo, solo habían transcurrido dos días de su apertura anterior.

En sus memorias, Alston contó que fue la decisión más dura que le tocó tomar en su carrera de más de veinte años como manager en las mayores. Drysdale sí disponía del reposo acostumbrado y también venía de vencer a los Mellizos. Solo que la blanqueada propinada por Koufax de 7 a 0, lo había entusiasmado un poco más, con sus 10 guillotinados y cuatro imparables aceptados. Con una alineación en la que prevalecían los zurdos, pensó que sería menos vulnerable que el derecho Drysdale. Luego de un cónclave con la participación de sus coaches, tomó la decisión y Don iría al bullpen donde estaría listo para ir hasta el montículo al primer parpadeo de Sandy.

Drysdale se levantó a calentar en cuatro oportunidades, incluso en el primer inning, al Koufax regalar dos boletos. No obstante, tiró todo el encuentro aunque en el noveno las cosas parecieron complicarse más de la cuenta. Con el encuentro 2 a 0 y un out, Harmon Killebrew descargó un sencillo y el empate llegó al home. Enseguida ponchó a Earl Battey con el tercer strike cantado, y abanicó a Bob Allison, dos toleteros derechos. En un momento eliminó a doce bateadores al hilo y ponchó a 10. Koufax fue elegido “Más Valioso” del clásico.

“Era muy duro ponerse en forma para lanzar cada dos días, e incluso cada tres”, contó Koufax en uno de sus libros. “Pero en aquella época funcionábamos desde el orgullo. Los muchachos ganaban menos dinero, y a veces las bonificaciones de la Serie Mundial duplicaban su salario. Así que ganar era muy importante, y llegar hasta el final del verano en medio de la carrera por el banderín, era muy excitante para todos en una época en que no anotábamos muchas carreras. Pero nada superaba a la Serie Mundial. Jugar juntos todo el año para alcanzarla, y si la ganabas, no había nada mejor”.

Exactamente un año después en Filadelfia, el 2 de octubre de 1966, los Dodgers estaban en la punta de la Liga Nacional en la última jornada de la campaña. Dos encuentros los separaban del segundo escalón donde se encontraban los Gigantes, su rival histórico. Por lado, cada escuadra tenía dos encuentros pendientes, y los Dodgers solo requerían de un triunfo en la doble cartelera esa tarde con los Filis. Pero la presencia del fantasma de un probable empate, y la necesidad de un encuentro extra, ahogaba la atmósfera.

Drysdale abrió y perdió 4 a 3 el primer desafío, y esta vez fue el propio Koufax que tocó la puerta de la oficina de Alston para ofrecerse a comenzar el segundo, a pesar de hallarse en medio de la peor circunstancia: dos fechas de reposo desde su previa presentación, y su brazo ya en un evidente deterioro por el avance indetenible de la artritis. No podía afeitarse, no podía comer, no podía peinar su cabello. Ni hablar del dolor. Aún así, venía de vencer a los Cardenales 2 a 1 con una labor de nueve capítulos en los que espació cuatro imparables, proporcionó 13 ponches y concedió una base por bolas. La única carrera llegó en el séptimo tramo impulsada por un vuelacerca de Curt Flood.


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Entretanto recibía el respaldo ofensivo de seis carreras, Koufax maniató a los Filis en tres imparables sin anotaciones en los primeros ocho innings, hasta que Dick Allen, con tres ponches en sus tres turnos previos, se embasó como primer bateador del noveno por un error de Jim Lefebvre en la segunda base. Un inesperado drama estaba por comenzar. Las señales de agotamiento en Sandy eran evidentes, mientras el bullpen se hallaba en movimiento desde el inicio de la entrada. Dada la urgencia, cualquier medida de precaución era poca, aún con Koufax en el montículo.

Harvey Kuenn prosiguió con otro sencillo y Allen se detuvo en la segunda almohadilla. Los relevistas Phil Regan y Ron Perranoski aceleraron el paso. Al borde de la escalera en el dugout, Alston trataba inútilmente de encontrarse con la mirada de Koufax, y el cátcher John Roseboro ni siquiera volteaba hacia la cueva, en busca de cualquier señal que le indicara qué hacer. En el medio, la mirada de Koufax estaba perdida indiferente en la nada. En realidad, lo Dodgers aún disfrutaban de una ventaja de seis rayitas, solo que otro sencillo de Tony Taylor remolcó a Allen con la primera carrera para el Filadelfia y prosiguieron corredores en segunda y primera sin outs. Bill White caminaba hacia el plato y se detuvo al observar que Alston pidió tiempo para ir hasta la lomita escoltado por Roseboro. 

Koufax les dio la espalda, y al llegar al montículo lo espetó con la vista. “Que haces aquí”, expresó sin tener que abrir la boca. El piloto no se atrevió a abrir la suya. Dio media vuelta y regresó al dugout.

White largó un doble para enviar dos anotaciones para el home. Alston no hallaba qué hacer. Si regresaba al montículo se vería obligado a sacar a Koufax con o sin su consentimiento, porque sería su segunda visita. Se quitó la gorra e introdujo las manos en los cabellos. Optó por quedarse y darle una tercera oportunidad a su pitcher estelar.

Ahora con la carrera del empate en el círculo de espera y todavía sin outs, Koufax recuperó la compostura que realmente no había perdido en ningún momento. Lo que siguió a continuación fue una manifestación de dominio y confianza en sí mismo, que Alston esperaba ver aparecer en un santiamén. Ponchó a Bob Uecker y retiró al emergente Bobby Wine con un rodado por el campocorto. White no pudo avanzar desde la segunda base. Entonces ponchó a Jackie Brandt con tres rectas seguidas para terminar el partido 6 a 3  y darle a los Dodgers su segundo campeonato consecutivo y el tercero en cuatro años.

Fue la victoria 27 de Koufax, máxima cantidad en la Nacional y en todas las grandes ligas. También fue el primero del circuito con 1.73 de efectividad, 41 aperturas, 27 juegos completos, 323 entradas, 317 ponches y 5 blanqueos. Asimismo, fue su último triunfo en las mayores. Mes y medio después, le anunció su adiós al mundo del beisbol.


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Las dieciocho apreturas hechas por Koufax en el transcurso de esas desesperadas pugnas tras los banderines, en los meses de septiembre y octubre de 1965 y 1966, bordearon los límites de la ficción y lo sobrenatural. Sus números parecen extraídos de una película de ciencia ficción. Irreales. Inimaginables en estos tiempos.

Completó 12 de sus 18 aperturas. Ganó 11 y perdió 3, contado un juego perfecto sobre los Cachorros. Lanzó 138 entradas, abanicó a 134 bateadores, construyó 5 blanqueos y cerró con efectividad de 1.50 y dos juegos salvados.

De regreso al presente, no cabe duda que los Clayton Kershaw, Justin Verlander y los Jacob  deGrom,  están lo suficientemente dotados para emprender la aventura de comenzar un juego con tres, y hasta con solo dos días de descanso. Su talento y preparación física se lo permitiría. Los novedosos sistemas de ejercitación y la alimentación han alcanzado elevados niveles de eficacia. Como también la medicina deportiva y sus sofisticadas intervenciones quirúrgicas para reparar sus brazos. La operación Tommy John es un ejemplo. Inclusive el pitcher abandona la sala de operaciones lanzando más fuerte.

“Si Sandy lanzara con los salarios de hoy”, aseguraba Buzzie Bavasi, por años gerente general de los Dodgers. “El dueño hubiese tenido que darle la mitad de las acciones”.

Ya pueden levantarse de sus asientos

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