Todo comenzó hace 60 años

              Víctor Davalillo (Foto archivo de de Javier  González)

Sí, todo comenzó inesperadamente. Sin darme cuenta a mis escasos 10 años de edad. Enero, o tal vez  febrero de 1961, pero no más allá. En todo caso, mi frenética atención dispensada a lo que solo un niño es capaz de seguir las 24 horas del día, desapareció como por arte de magia del radar de mis intereses más preciados hasta ese momento. Incluso del más importante de todos, los estudios.

De pronto, desapareció mi interés por los dibujos de caballos con que llenaba cuadernos y más cuadernos, empeñado en un catálogo que los exhibiera en los más variados colores. Blancos, negros, grises, zainos, alazanes, pintos,  bayos, tordillos. Por las carreras encabezadas por Gradisco en busca de la Triple Corona y la conservación de su invicto de 17 triunfos en la pista de La Rinconada. Por la revista Gaceta Hípica, que amanecía cada martes en el quiosco de Pulido, para contemplar al purasangre que adornaba la portada.

Asimismo, me olvidé de los suplementos de vaqueros protagonizados por el Llanero Solitario o Roy Rogers. De mi contingente de soldados de plomo. De los combates librados por Simón Bolívar y Antonio José de Sucre para independizar a Venezuela de España. De la celebérrima batalla naval de Trafalgar, donde el Almirante Horacio Nelson al frente del Victoria posado junto a mi cama en un hermoso modelo de plástico, dio a Inglaterra el control del Mar Mediterráneo. Del diccionario Larousse que me obsequió mi padre Manuel Acosta y me abría el conocimiento. 

De mi colección de carros de acero con aquel majestuoso Rolls Royce  gris como el preferido, y donde un Cadillac negro y un Ford Victoria rojo y blanco, intentaban inútilmente de tomarle la delantera. De mi espera cotidiana cada seis de la tarde, por admirar el paso silencioso de aquel Thunderbird amarillo rumbo hacia el estacionamiento, sin saber quién lo conducía.

Sí, a todo renuncié. Hasta abandoné a mi primera novia imaginaria en cuarto grado. Judith Silva, una niña de color canela como acertadamente la describió mi madre Esperanza Gutiérrez , cuando se la presenté a metros de distancia a la salida de la escuela Gran Colombia.

Sí, ese año 1961, mis gustos se desviaron inexorablemente hacia el beisbol. Sin tiempo para darme cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. 

Aún creo, que el responsable principal fue Mauricio Blanco, mi compañero de cuarto grado en la Gran Colombia. Todas las mañanas en la fila para entrar al salón de clases con la maestra Irma Román, Mauricio me ofrecía pormenores de lo que había ocurrido con el Caracas la noche anterior. Por qué lo hacía, no sé. Presumo que intentaba reclutarme a la causa de los Leones. Lo peor era, que casi siempre, perdían. Esa temporada 60-61 el Caracas terminó último con marca de 20 ganados y 31 perdidos. 

Los relatos de Mauricio contaban historias de héroes absolutamente desconocidos hasta entonces para mí : de Pompeyo y Víctor Davalillo, de César Tovar, de un lanzador de nombre Ron Perranoski, y muy en particular de Jim King, quien me ayudó a conocer lo que era un bateador de jonrones y su importancia en la ofensiva de un equipo. 

Luego llegaron las barajitas de la firma Topps, envueltas en sobres olorosos a chicle bomba. No sé por qué y tampoco me molesté en averiguarlo, las primeras que cayeron en mis manos pertenecían al catálogo de 1960. La de Bill Mazeroski en particular fue la primera que atrajo mi atención. Mazeroski aparece con una bola de tabaco que sobresalía de su boca. Me contó también Mauricio, que Mazeroski  había dado el jonrón para que los Piratas derrotaran a los Yanquis en la Serie Mundial de 1960. Fue la primera referencia que tuve de lo que era un cuadrangular y de la trascendencia de la Serie Mundial.

Mi rutina vespertina al llegar de clases también sufrió un cambio drástico. En vez de hacer la tarea y después salir al patio del edificio Arrate a jugar metras, me quedaba en mi cuarto a esperar que dieran las seis de la tarde. A esa hora, en el extremo del dial del radio –de izquierda a derecha- en una emisora que creo era Radio Difusora Venezuela, el Musiú Lacavalerie y Delio Amado León hablaban de las grandes ligas. De los resultados de la tarde con versiones incluidas. En especial de los Yanquis. “Al bate, Mickey Mantle, el niño mimado de los Yanquis”, exclamaba el Musiú. O Delio lo seguía con “El zurdito de Oro” de Nueva York. Se refería a Whitey Ford.

Los periódicos asimismo hicieron su aporte a la metamorfosis. Dejé de aguardar que mi padre llegara del trabajo a almorzar con el periódico bajo el brazo. De regreso de la Gran Colombia, antes de entrar a la casa, primero pasaba por la carnicería a la entrada del edificio Arrate, donde Luis su dueño, me prestaba la página deportiva de El Nacional. Me la entregaba con la satisfacción que lo invadía de solo ver cómo ese niño de mi edad, mostraba tanto interés por leer las noticias, en vez de ir a jugar o montar bicicletas con los vecinos.   

Pronto supe también  que en las grandes ligas había un venezolano, y para más señas, con rango de estrella: Luis Aparicio, el shortstop de los Medias Blancas de Chicago. Sin embargo, si algo influyó en mi conversión hacia el beisbol, fue la pugna que esa temporada de 1961, Mickey Mantle y Roger Maris emprendieron tras la marca de 60 jonrones de Babe Ruth. Difícilmente se podía escapar de tal acontecimiento. En especial los periódicos, se encargaban de mantenerte al tanto de lo que pasaba, aún sin ser un aficionado al juego. La cosa se prolongó hasta la semana final del calendario, con Maris emergiendo como el nuevo monarca de los vuelacercas al terminar con 61. Mantle que quedó corto con 54.

Para comprobar mis habilidades para atrapar pelotas o darle con el bate, finalmente conseguí colarme en las partidas en el patio del edificio Arrate. Muy a pesar de mi incapacidad y de la superioridad manifiesta de Alí Ochoa, y de Franklin y Abraham Ostos, de Luis Guerra, recibí la oportunidad de jugar con ellos. Me confinaron a la primera base, pero para mí era suficiente. Carencia que empecé a compensar con mi visión intelectual del juego. A la hora de hablar de récords, de reglas y de historias, ninguno de ellos me ganaba. Y cómo solidaria y admirablemente, celebraban mi precoz erudición con solo escucharme, mientras los mayores apostaban entre sí para saber qué tanto sabía.

Esa cultura beisbolera comencé a profundizarla a través de las barajitas y los datos que ofrecían en su respaldo, como a través de un juego con dados inventado por el papá de Luisito, quien vivía en “El Instituto”, la calle aledaña al Arrate. Aquel juego fue una revelación. Era una maravilla a través de la cual empecé a descubrir sus secretos. En un cuaderno hecho con una cartulina azul, el papá de Luisito creó las siete situaciones que podían presentarse durante el juego: bases limpias, corredor en primera, corredor en segunda, corredor en tercera, corredores en primera y segunda, corredores en segunda y tercera, y bases llenas. La acción se desarrollaba con tres dados lanzados simultáneamente y que se leían de menor a mayor. Del 111 al 666. 

Con Víctor José Ruido me refugiaba en su casa, en la mía, o en las escaleras del Bloque 5 donde vivíamos en el Arrate, para organizar los encuentros con los peloteros en las barajitas como protagonistas. Víctor José no era muy dado a aceptar las derrotas, pero cómo disfrute la tarde en que Bud Daley  con los Atléticos, blanqueó a sus Yanquis 3 a 0. Pasé varios días sin ver su cara.

¿Y los siempre esperados fines de semana? Desviaba la ruta habitual de los paseos con mis padres y mis hermanas por Los Próceres , hacia una casa de artículos deportivos en la Avenida Nueva Granada, para contemplar el guante con que soñaba, o hacia una tienda en Sabana Grande para ver unas estatuillas de plástico. Eran representaciones de quienes no tardarían mucho tiempo en concientizar de quiénes se trataba. Willie Mays, Henry Aaron, Mickey Mantle y compañía.

La Serie Mundial de 1961 igualmente marcó un hito en mi feligresía. A través de la radio y la Cabalgata Deportiva Gillette, no perdí uno solo de los encuentros entre los Yanquis de Nueva York y los Rojos de Cincinnati, mientras los Yanquis se imponían en cinco juegos. Sobre todo por la presencia de un venezolano en la alineación del Cincinnati, Elio Chacón. Nuestro incipiente conocimiento del juego se vio impactado cuando Elio anotó una carrera para que los Rojos ganaran el segundo encuentro. La gráfica del lance en El Nacional al día siguiente, con el cátcher Elston Howard sobre Elio, apareció en todas las primeras páginas deportivas. Se decía que había sido un robo de home, aunque al final la anotación oficial sentenció pásbol.

Pero fue el sábado 28 de octubre cuando el proceso de evangelización beisbolera alcanzó su punto culminante. Esa tarde, de la mano de mi padre entré por primera vez al estadio Universitario. 

Durante los meses anteriores, Manuel Acosta me invitó en más de una ocasión al Olímpico. Su intención muy lejos estaba de convertirme en devoto al fútbol, aunque lo agradecía y hasta lo disfrutaba. Solo que la entrega al beisbol ya estaba decretada. Cada vez que Manuel se descuidaba, ascendía hasta la última grada para ver si podía atisbar algo del Universitario, lo que obviamente era imposible. Ingresamos por la puerta de las gradas del jardín izquierdo y Víctor Davalillo me dio la bienvenida entretanto custodiaba el leftfield de los Leones. ¡Que revelación! Durante toda la tarde no le quité la vista de encima. ¡Ese es Víctor Davalillo!, me repetía en silencio. De bienvenida, me ofreció un sencillo impulsor de una carrera en la segunda entrada.   

En esa jornada bautismal, el Caracas venció 7 a 4 al Pampero. Cómo olvidarlo.

Mi conversión al beisbol se materializó aquella tarde. Lo que entonces no podía imaginar era que alcanzaría tal arraigo. La prueba palpable de mi nueva afición la tuve al no recordar, que más o menos a la misma hora del partido, en La Rinconada se corría el Clásico Simón Bolívar y que Prenupcial derrotara a Klick en la raya por un pescuezo. No me dio ni frío ni calor. 

El sacudón existencial fue de tal magnitud, que me convenció de estudiar Periodismo si pretendía estar lo más cerca posible de las pelotas y los bates. Por fortuna, oficio que todavía practico con el mismo entusiasmo de la primera jornada. Lo que aún no logro descifrar es a quién quiero más, al Beisbol o al Periodismo.

Sí, seis décadas atrás comenzó todo.

Comentarios

  1. Espectacular relato hermano, cuántos años llevo leyendo te? No sé, espero por otros 20 años más.

    ResponderEliminar
  2. Caramba, una diente parecida a la mia por el beisbol ,la diferencia Es Que no soy periodista, soy odontologo!

    ResponderEliminar
  3. Muy buena la historia de esa afición o pasión por el Béisbol, somos casi contemporáneos y vi muchos juegos en el Universitario, desde 1.963. Recuerdo las barajitas Toops, Perranoski y evidentemente vi jugar a Davalillo, Tovar y en especial, uno que jugó con Leones,
    Pete Rose.

    ResponderEliminar
  4. Que relato, no se q me apasiona más El Béisbol o leerte, aquí en casa " no me molesten q estoy leyendo a Humberto" mi afición x el Béisbol con. 8 años en 1967, ajo del terremoto y de la serie mundial entre Cardenales y Medias Rojas . Un acontecimiento por la radio, Bob Gibson más valioso, .

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Apreciado maestro, extraordinario recorrido por trayectoria y vaya manera de contarla, con evidentes muestras de la erudición beisbolera que siempre lo ha caracterizado.

      Eliminar
  5. Béisbol beisbol beisbol que palabra tan bonita gracias Triple Play

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ahora es cuando leo este blog, tocayo. Sí: Mauricio era toda una autoridad en materia de baseball. Y también estuve enamorado solo de Judith Silva. Un cordial abrazo, Humberto.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¿QUÉ ES UN PROSPECTO DE GRANDES LIGAS?

El primer idolo

Bonds y el Magallanes (1993)