El pelotero y el periodista deportivo


 El pelotero y el periodista deportivo

Parecerá una incongruencia, pero mientras este viernes redactaba el tuit para celebrar los 60 años vitales de Andrés Galarraga, mis convicciones periodísticas, la manera en que creo debe conducirse nuestro oficio, acudieron a la memoria. Tienen tanto tiempo como Galarraga, y se remontan a mis días en la Escuela de Comunicación  Social en la Universidad Central de Venezuela. Y así como el tiempo no parece haber hecho mella en la estampa atlética de Andrés, mis creencias prosiguen tan intactas desde el mismo momento que las escuché de Federico Álvarez, Héctor Mujica o Alexis Márquez. No sé, no tiene importancia de quién haya sido. ¿Y a qué viene toda esta remembranza, se preguntarán? ¿Galarraga y el Periodismo?

Según mis mentores, hay que saber diferenciar las cosas si pretendemos cumplir a cabalidad con nuestra misión periodística. Para comenzar, renunciar a nuestra fascinante condición de aficionados. O en todo caso, no permitir que interfiera en nuestro trabajo. Que no trastoque eso que se conoce como objetividad, imparcialidad, conceptos que procuran proteger el mayor bien que puede tener un periodista: la credibilidad del público que lee tus textos o te escucha por radio o televisión. Hay mucho de cierto en eso, pero caramba, cómo despojarnos así como así de ese afecto,  de algo que tiene tanta importancia para los cultores de la práctica deportiva desde nuestra niñez y juventud. Con el tiempo he concluido que es imposible, pero sí que podemos hacer un esfuerzo porque el fanatismo no interfiera y contamine nuestro trabajo. Y es aquí donde finalmente entra en escena Andrés Galarraga.

Cuando en los años 70 llegué a la redacción deportiva de El Nacional, de la cobertura del beisbol se encargaban Rubén Mijares y Rodolfo José Mauriello. Y para no renunciar a mi intención de redactar de beisbol, me las apañaba para escribir de Sandy Koufax, que después de todo, no encarnaba actualidad, la esencia del diarismo. Pero hasta allí. Así que un buen día, Mauriello testigo de mi desilusión, me hizo una sugerencia que podía amortiguar aquel desencanto. “Por qué no te ocupas de los peloteros que vienen surgiendo en las ligas menores, o que aquí ven los juegos desde el banco”, me dijo. “De Luis Aparicio, de David Concepción y Antonio Armas nos ocupamos Rubén y yo. Así, cuando ellos lleguen a donde van a llegar y se conviertan en estrellas, siempre te atenderán al acordarse de cómo les diste importancia cuando a nadie le importaban”.

Un sabio consejo cuya máxima expresión fue precisamente Andrés Galarraga. Por fortuna, entonces no eran muchos los peloteros venezolanos que deambulaban por las sucursales de las grandes ligas, y Andrés Galarraga era el que exhibía más proyección en su intento por llegar alguna vez a las ligas mayores. No recuerdo cómo, pero en mi primer contacto con Andrés estuvo la mano de Heberto Castro Pimentel, quien me pautó los entrenamientos de la selección que se preparaba en el estadio “Chato Candela” para el Mundial Juvenil en Buenos Aires, a finales de 1978. Galarraga no fue aceptado en el equipo que dirigía Remigio Hermoso. Hermoso tuvo excusa válida para rechazarlo a pesar de sus credenciales: el conjunto ya estaba listo.

Ni tampoco puedo afirmar que lo hice conscientemente, pero mientras seguía los pasos de Galarraga a donde iba, me invadió el afecto que no tenía por qué dejar que entorpeciera mi labor. Para favorecer mi misión, Andrés Galarraga pasó siete largas temporadas en las granjas de los Expos de Montreal. Espera que en algún momento me hizo dudar de su legítima condición de pelotero de la gran carpa. Para que no decayera el interés que justificara mi dedicación, desde aquí escribí no pocas reseñas mientras presenciaba cómo se las ingeniaba para azotar a los lanzadores contrarios, al punto de ser elegido Más Valioso en “AA” y “AAA. Resolví estar en sus instantes más trascendentales, pasara lo que pasara.

En un par de oportunidades me sumergí en las entrañas del barrio Chapellín, a un lado de la urbanización La Florida, para entrevistarlo en su casa, rodeado de los vecinos y familiares, que no entendían cómo un periodista de un diario con el prestigio de El Nacional, se adentraba en aquel laberinto para tomar fotos y hablar con Andrés. ¿Qué tan célebre y notable podía ser para recibir toda esa atención? Bueno, para ellos sí que lo era.

Para no hacer el cuento muy largo, bajé al aeropuerto Simón Bolívar cuando en octubre de 1985 finalmente volvió de su primera pasantía en las mayores con los Expos, en 1988 cuando fue líder de la Nacional en imparables y en dobles, cuando en 1991 sus números se desplomaron, que no pocos sugirieron que sus mejores años habían pasado. En 1992 cuando todo pareció ser cierto tras aquella campaña nefasta con los Cardenales de San Luis. En las malas y en las buenas, como su madre Juana, su hermano Luis y su esposa Eneyda, celebraban nuestro interés a pesar de…

A los días volví a recoger el fruto de mi interés. Me llamó a la redacción para contarme en exclusiva, que los Rockies lo habían tomado en la escogencia de expansión, a sugerencia del manager Don Baylor, que en San Luis como coach de bateo, había visto señales de que aún podía continuar. Una nueva etapa, tal vez la mejor de su carrera, estaba por comenzar. “Eso sí, Baylor me advirtió que solo tenía que hacerle caso a él. Ni siquiera a Eneyda”, nos confesó.

De allí en adelante, con la complicidad de la jefatura de El Nacional, me las ingenié para estar presente en sus momentos estelares y no tan estelares. Más bien trágicos: el título de bateo de la Nacional en 1973 con los Rockies de Colorado, cuando materializó los lideratos de jonrones y carreras empujadas en 1996 y 1997 con los mismos Rockies. Fueron instantes signados por estados de ánimo extremos de los que ex profeso no procuré escapar. Estuve tan feliz y deprimido como él. 

Su arribo exultante a Atlanta en 1998 como la nueva figura de los Bravos. La bienvenida incluyó portadas en los principales medios de la ciudad, en una de ellas posando junto a un león de verdad. O en 2000, cuando jugó por primera vez luego de ausentarse por toda la temporada anterior por culpa de un linfoma en la parte baja de su espalda, y en Atlanta al retornar con aquel cuadrangular ante el dominicano Pedro Astacio en su primer juego. Lo seguí a sus entrenamientos primaverales previos a sus pasantías con los Rangers de Texas y los Gigantes de San Francisco, y en su retorno a los Expos de Montreal. Y por último en 2005, cuando providencialmente llegamos al campamento primaveral de los Mets de Nueva York en Port St.Lucie , el día que decidió retirarse y nos quedamos con sus primeras declaraciones.

Todavía no deja de sorprenderme cómo el consejo de Mauriello rindió tantos beneficios. Debo admitir que en los dos frentes, como periodista y también como aficionado. Ese estar donde todo el mundo quiere estar, no tiene precio. Como el último día de su campaña de estreno con los Bravos en 1998, acompañado de 44 vuelacercas, .305 en bateo y 121 remolcadas. En el vestuario de los Bravos se vio asediado por una multitud de periodistas. Con amabilidad les dijo, sin importarle que reclamaban su atención solo por ser los de la casa, primero voy a responder las preguntas de él en español y luego los atiendo a todos ustedes. “Él” era yo.

No puedo obviar la infinidad de reseñas que le dedique con el uniforme de los Leones del Caracas, pero son tantas que este espacio sería insuficiente. Me encantó una que hice asegurando que con Antonio Armas, conformaba un “uno-dos” de poder criollo como ningún otro equipo de la liga había tenido. También me correspondió en 2010 darle la mala noticia de que no había sido elevado al Salón de la Fama, aunque dos de mis seis libros lo tienen como protagonista: “El Gato con Humberto Acosta” y “Una vida que contar”.

Aún hoy aprecio con orgullo, y sin falsa modestia, la calidad y el cariño que brotan de todas esas cuartillas que llené en las páginas de El Nacional con su carrera. Asimismo, valoro con orgullo y sin falsa modestia, el haber sabido conservar mi independencia de periodista. No puedo afirmar que somos amigos en el más amplio sentido del término. Nunca me he tomado un café en su casa, pero existe una relación que tiene como sólido punto de apoyo, el respeto que nos profesamos como pelotero y periodista, y sobre todo y lo más importante y valioso, como personas.

Como dice Galarraga, Humberto sabe más de mí, que yo mismo.

Comentarios

  1. Un gazapo Humberto. El título de bateo fue en 1993. Saludos.

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  2. Excelente señor Humberto. Gracias por esa reseña

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  3. Sin lugar a dudas Maestro, que esta reseña de Galarraga nos lleva a lo protagonico que fue la figura de Andres Galarraga en tanto en nuestro béisbol nacional como en toda su etapa en las Grandes ligas.

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