¡Boris, Boris, allí está Sandy Koufax!

 


¡Boris, Boris, allí está Sandy Koufax!

Escribía sin pausa en la sala de prensa en Dodgertown, sede del campamento de entrenamiento primaveral de los Dodgers de Los Ángeles en Vero Beach, Florida, aquella mañana del 26 de marzo de 1996. Por concluir los entrenamientos, quería saber cuál sería el destino final del cátcher Carlos Hernández y el jardinero Roger Cedeño en los Dodgers.  Pero la providencia, el azar, el destino, y aún no sé qué, me sugirió levantarme de la silla para estirar las piernas, y si lo encontraba por allí, tomarme un café. Me asomé por la ventana mientras bebía lo que hallé, y fue entonces cuando lo vi. Por aquella manera de pararse que conocía de memoria, pese a verlo personalmente solo en una ocasión en toda mi vida, pero que tantas veces había observado en libros y revistas. No podía ser nadie más. Solo Sandy Koufax, el eterno pelotero favorito, de lo que queda del Humberto Acosta aficionado al beisbol.

Con una franela blanca como decimos por aquí, un short verde por encima de las rodillas, medias y zapatos deportivos blancos, y lentes para el sol, Koufax era entrenador ocasional de los Dodgers y daba instrucciones a los pitches dominicanos Pedro Astacio y Ramón Martínez. En ese lugar conocido en todo Vero Beach como “Tierra Sagrada”, y donde una hilera de seis montículos esperaban a los lanzadores para cumplir con su sesión diaria de práctica. 

Con su proverbial afecto por enseñar, explicaba por qué era indispensable lanzar afuera con más frecuencia ante los bateadores derechos. Cómo hacer que la pelota se alejara de los bateadores derechos al cambiar en una pulgada el lugar donde aterrizaría el pie derecho, cómo dejar que tus dedos vayan hacia la mitad interna de la pelota. Que una recta se comporta mejor, solo con la suficiente fuerza y un mejor control. Quitándole la rudeza, lo escuchamos explicar a los dominicanos. 

 Ya terminado el breve adiestramiento, Astacio y Martínez se marcharon, y fue cuando vi la oportunidad de aproximarme. Ahora o nunca, pensé. Solo deseaba tomarme una foto a su lado. Nada más. No pretendía una entrevista que lo arruinara todo. Koufax no las concede. A nadie. Es una de sus convicciones inviolables. 

Prudentemente, prevenido de no cometer errores, me acerqué a donde Koufax conversaba con otros fanáticos. Ya me había despojado de la credencial de prensa que prohibía a los periodistas solicitar autógrafos o posar para retratos personales. Asimismo, ya había alertado a mi compañero de viaje, Boris Mizrahi, para que preparara la cámara, llegado el momento.

Tuve la impresión, de que Koufax no estaba pendiente de si Boris y yo éramos periodistas o reporteros. Debió creer que se trataba de un par de aficionados, de esos que abundaban a toda hora por el campamento. Él mismo  se nos acercó sonreído, conociendo nuestra intención. Colocó su mano derecha sobre mi espalda y esperó el clic. Entonces se despidió y caminó hacia el estacionamiento donde lo esperaba su automóvil. No lo podía creer. No solo había sido un encuentro inesperado, fortuito, perfecto, si no que todo había resultado más fácil de lo imaginado.

Desconozco exactamente cuántas fotos tengo, pero antes de regresar a Venezuela, tuve la precaución de mandar a imprimir una cantidad, que hoy  están esparcidas en varios lugares de la casa, y que muestro orgulloso a todo el mundo. Después de todo, se trata de Sandy Koufax. No se lo he dicho a nadie. No lo acostumbro. Lo que pienso de él es solo para mí. Es cierto, no es el mejor pitcher que haya existido jamás en las memorias de las grandes ligas. Pero para mí, es más que suficiente. Esa expresión de felicidad que me acompaña en la gráfica, es la prueba fehaciente de esa añeja lealtad.

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